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Sin cortar mis alas

"No me corten mis alas", fue el llanto ahogado que tuve por muchos días desde que inició el confinamiento por la pandemia de COVID-19 en marzo de 2020. Como paramédico de una institución pública reconocida de la capital, en la que laboro hace aproximadamente diez años, estoy acostumbrada a ver muchos eventos traumáticos de distinta índole, también a vivenciar milagros (los he visto y considero que existen), he atendido siniestros de tránsito, intentos autolíticos, descompensaciones clínicas diversas, las mismas que han puesto a prueba mi nivel emocional, psicológico, físico; pero jamás me imaginé trabajar en una pandemia.

¿Quién pensaría que en pleno siglo XXI, tendríamos un evento de tal magnitud?

Personalmente, yo no me lo imaginé. Todo sucedió tan rápido. Recuerdo que en cuestión de 12 horas, mi hijo (de 8 años) dejó de asistir a su escuela, la gente corría por el centro histórico abasteciéndose de gel antibacterial, alcohol y jabón. Todo era una completa locura y en medio de todo esto, debía presentarme a mi trabajo de manera habitual.

Comenzó el bombardeo de información relacionada al COVID-19. Debíamos devorar todo tipo de información que iba desde medios de propagación, formas de transmisión, signos y síntomas, prevención, colocación de equipos de protección, retiro del mismo, ¡COVID, COVID, COVID! No había un tema que no tenga relación con el virus, pero ¿Qué había de mí, de mi familia? ¿Alguien se preocupaba por cómo me sentía? ¿Había algo fuera del COVID? Pues no. Todos mis compañeros permanecían con miedo y aunque no lo decían, se notaba cada vez que me veían volver de una atención.

Como se pueden imaginar, mi parte emocional terminó por el suelo, pero no podía darme el lujo de desmoronarme, no tenía derecho a hacerlo. ¿Acaso han visto a un paramédico que llore junto a su paciente? Pues no. Y no tienen porqué verlo, así que un día, no puede más. Me senté en mi habitación y lo único que pude hacer es llorar. Llorar de miedo, de incertidumbre, llorar por sentirme desprotegida. Sentí que no podía más, que me cortaron mis alas y que cada vez que iba a atender una emergencia estaba atada, sujeta por el miedo. Tuve que pedir ayuda. Una de mis mejores amigas y a la vez mi colega, tuvo mucha paciencia para sostenerme emocional y espiritualmente. Estuvo largas horas acompañándome vía WhatsApp, reforzando mi fe en Dios.

Si bien es cierto, eso me ayudó mucho, tuve otro reto. ¿Acaso me había olvidado que también soy Terapeuta Emocional? Sí, soy terapeuta, así que hice uso de otras estrategias de autoprotección que me ayudaron a sobrellevar el transcurrir de los días. La meditación continua, el desahogo de mis temores a través de mi pared de los miedos y peticiones (tengo un espacio en la pared de mi dormitorio donde coloco mis miedos, mis sentimientos y abandono mis tristezas para desapegarme de lo que me hace daño). También reduje la lectura de periódicos locales e internacionales, dejé las redes sociales, incluso dejé de hablar con muchas personas (incluida mi pareja). Me aislé por un momento de todo puesto necesitaba reencontrarme conmigo misma, volver a sentir mi esencia. ¿Quién más que yo podía encontrar la chispa de ser paramédico?

Muchas relaciones personales terminaron por este suceso, pero reforcé mi amor propio, el cariño por mi familia y amigos. Recordé que ser paramédico es maravilloso porque somos pocos los valientes que nos enfrentamos a situaciones fuertes y conservamos una sonrisa cálida y el buen humor después de una larga velada, pero sobre todo, nos queda toda la fuerza para demostrar cuánto amamos a nuestros seres queridos.

Las cosas iban recuperando su orden en mi vida, pero resulta que la vida misma a veces nos toma la lección. Entro en contacto con mi primer paciente COVID descompensado, y el miedo como buen aliado se manifestó nuevamente, pero no contaba con que yo ya me había preparado para afrontarlo y mi salud emocional estaba reforzada. Nunca olvidaré a mi paciente, ni a su familia, mucho menos el momento en que me enteré de su fallecimiento. Siempre voy a darle las gracias porque me permitió ver que soy un ser humano íntegro y una excelente profesional. ¡Gracias a usted por la lección tan grande que me dio! Así transcurren los días de pandemia. Entre risas, miedos, tareas escolares, quehaceres del hogar, tiempos de meditación, conversaciones con Dios, la familia y grandes amigas y también con un trabajo que siempre ha sido de riesgo, pero que cada día lo hago con todo el corazón. Gracias a mi familia, a mis amigas, a mis pacientes que confían en mí y gracias a Dios que no me ha dejado sola.

 

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