Yoconda tiene 47 años. Vive con su esposo Aurelio, de 55 años, y es madre de tres hijos: Éricka (29), Diego (19) y Sofía (12). También es abuela de dos: Dailyn (10) y Brianna (1 año y 4 meses). Aunque su día comienza temprano y termina tarde, lo vive con convicción: “Para mí, cada día vale la pena”.
Se mudó a su actual comunidad en 2009, dejando atrás una zona con mejores servicios básicos. Lo que encontró fue necesidad. “Donde yo vivía había agua, luz, atención. Aquí no. Y fue eso lo que me hizo empezar a ayudar”.
Desde entonces, ha caminado junto a técnicos del Ministerio de Salud por calles sin pavimentar, visitando casas de familias vulnerables, identificando casos de desnutrición, embarazos sin control médico y adultos mayores sin atención. “Los que más sufren son los que menos pueden moverse. No pueden subir al centro de salud. Entonces, vamos nosotros a ellos”.
Con el tiempo, fue aliándose con instituciones. “World Vision llegó y cambió muchas cosas. Ellos no vinieron solo a prometer. Se quedaron”. Junto con la fundación ha trabajado en campañas de nutrición infantil, talleres con madres, seguimiento médico a niños y formación para líderes comunitarios. “A los niños patrocinados les damos charlas cada 4 o 6 meses. A las mamitas les enseñamos cómo alimentar bien desde el embarazo”.
Yoconda no solo coordina acciones comunitarias. También se ha transformado como persona y como madre. “Yo antes gritaba. Era violenta. Me casé joven, sin saber nada. Con los talleres, he aprendido a criar distinto, con paciencia. He aprendido a valorarme. A mirarme al espejo y decir: ‘eres importante’”.
Su esposo ha sido un apoyo clave. Aunque al principio estaba al margen, hoy es su compañero. “Él siempre me dice: ‘vamos’. Incluso cuando no hay fuerza. Es mi pilar”. Sus hijos también se han sumado: “Éricka ya es voluntaria, y mi nieta hasta sabe responder a quienes vienen a preguntar por las actividades. Me copia todo”.
Pero no todo ha sido fácil. La inseguridad del barrio es constante. “Aquí, salir es un riesgo. Hay días en que solo queda encomendarse a Dios y tener cuidado”. La falta de recursos también pesa: “A veces no hay ni para una pastilla, ni para medir la glucosa. Eso te parte el alma. Porque uno quiere ayudar, pero no siempre se puede”.
Aun así, sigue. ¿Por qué? “Porque cuando una mamá me da las gracias, cuando un niño me sonríe, ya vale la pena. No necesito que me paguen para sentirme feliz”. Uno de los talleres que más la marcó fue el de amor propio. “Me enseñó a cuidarme para poder cuidar. A no cargarme con los problemas de todos, a soltar. También los talleres de ‘Te cuido, me cuido’, que nos ayudan a controlar el estrés y seguir con ánimo”.
Hoy, Yoconda sueña con un futuro más digno para su comunidad. Quiere ver calles arregladas, centros de salud accesibles, adultos mayores bien atendidos, niños sin desnutrición. Y, sobre todo, sueña con que sus hijos y nietos crezcan con educación, respeto y amor. “No quiero riquezas, quiero lo necesario. Y que ellos sean personas de bien”.
A las mujeres que piensan en empezar este camino, les dice: “Hazlo si te nace del corazón. El voluntariado no se hace por interés. Se hace por amor a la comunidad. Y si lo haces así, verás lo mucho que creces”.
Yoconda no se define por sus títulos ni por lo que le falta. Se define por lo que da cada día, y por el legado que está sembrando, no solo en su familia, sino en todo su barrio.